4 ago 2014

Habíamos bebido ese vino rosado y fresco de las noches precisas
Habíamos trenzado las palabras como si fuéramos a subir por ellas; queríamos comprobar la trama y su resistencia.
Nos besábamos para llenar el silencio, pero había algo más tras nuestras lenguas
Buscábamos reírnos de algo para no hacerlo de nosotros mismos
Te expliqué un capítulo de mi historia, cuando llegué a la ciudad virgen, con una maleta llena de discos de música electrónica. Iba a poner a bailar a toda esa carne, la iba a ametrallar, la iba a asar; quería comprobar como subía el humo hasta la cabina.
Antes de cada sesión ya había fornicado dos veces y había dado un repaso al material que me mantenía en pie.
Me producía un placer tribal todo aquel ritual; cómo se desataban los nudos del cuerpo, como se buscaban los precipicios entre las zonas oscuras.
Costaba interesar con el mensaje del vacío. Había que insistir en que ése era el camino de la noche. Todo lo demás era antiguo; antipoesía y falsos ritmos.
Había que robarles el instinto a los animales y a los asesinos. Nadie tenía edad, sólo actitud.
Las madrugadas eran el mediodía, las mañanas: el páramo sin paisaje
Las primeras horas de la tarde sentado en la cocina, intentando decidir qué alimento convenía
Sobre la cama otro cuerpo. pinchado, perforado, succionado y escupido.
Me dijiste que querías pintar un cuadro mientras lo hacíamos. Sólo sobrevivía el sentido del ritmo.
Me arrodillaba ante tu sexo como ante un manantial, a la profundidad de tu corriente para recoger la espada salvadora y cortar las siete cabezas del destino. Quería conocer la sinceridad de tus espasmos, enterarme de una vez quién habitaba en ti.
Anotaba los gastos en una libreta que perdía con facilidad
Los edificios grises, la ropa tendida quedaba expuesta durante días
Alemania invadía con la música electrónica. Siempre invade Alemania

Tuve que ver a madres recoger a sus hijos. Levantar sus cadáveres de los baños, de las acequias, de las plazas y las camas aisladas de hospital
Tuve que ver cómo suplicaban que todo acabara, que estaba todo triturado en una gran máquina desquiciada, sin control. El dolor embalsamado, la constante marea de lo que podía haber sido.

Pero era el negocio, y yo no dudo de los sentimientos, sólo los machaco y los arrojo a los perros más voraces.
Todo lo he guardado cuidadosamente para no escribirlo. Lo que ocurrió procuré que lo absorbieran mis vísceras, como si la tierra filtrara lo que cae sobre su mapa.
Éramos un ejército de deshechos, lo que cada familia quería ocultar, el paso más allá de la desesperación, lo que ocurría tras cada civilización.

Ayer hablamos de eso, y discutimos con ese veneno que tiene el orgullo:
Tú la cobra, yo la mangosta, y el vino dando sus pinceladas de calor.
"No te comprendo" decías
y yo miraba tus ojos como si viviera entre tu iris y tu córnea. Me digerías junto con aquellos bocados de pan, caía por tu esófago como un insecto que resbala por la planta carnívora.

Volvimos a bailar con ese ánimo vencido, como una obligación con el pasado, después reímos incomprensiblemente de lo que otros decían; es lo que suelen hacer los secos de imaginación en todas las latitudes.
Todos nuestros pecados estaban bendecidos, y los presentamos sobre nuestra carne convulsa. Volvimos a fabricar deseo, como el artesano que desata a la imaginación pero mantiene firme el trazo, como el técnico que conoce la maquinaria para orientar su dirección.

Nuestros inviernos acostados junto a nuestros treinta y siete grados. El inseguro propósito de no volvernos a abandonar. La impresión de que nuestra estructura, para que no se caiga, debemos volverla a calcular.

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