Yo fui monja.
Estuve en un convento durante un tiempo, haciendo
huesos de santo y magdalenas con anís.
Me levantaba muy temprano y rezaba todo lo que había
que rezar.
Confesaba mis pecados, pecados de monja, terribles
pecados, pensamientos muy impuros, luchas tremendas con el alma y el cuerpo,
este cuerpo intacto, puro como un manantial, leve y a punto de explotar
estrógenos.
Me confesaba con el párroco Manuel, un anciano que
se dormía mientras escuchaba mis insípidos pecados de monja.
Hasta que cambiaron de sacerdote. Trajeron a Juan, a
Juan de Crol, un cura nuevo, con oídos nuevos, con una mente limpia que no
recordaba nada, que borraba todo lo que se iba grabando y que posaba su mano
para calmar al mundo, esa fiera hambrienta de pecado.
Las monjas mayores desconfiaban de su aspecto, de su
manera de confesar; fuera del confesionario, en las escaleras del altar, en el
banco del parque, al lado del pequeño lago.
Me cogió la mano y la llevó a su crucifijo, siempre
sufriendo por nosotros.
Y empecé a confesarle pecados cada vez más grandes y
condenatorios.
Pero él
entendía, y absolvía y me devolvía la paz.
Me hablaba de una liberación a través de la palabra,
de una naturaleza cambiante y justa, de que toda imperfección era un símbolo de
singularidad y valor. Juan, el sacerdote
que no llevaba sotana.
¡Ha llegado el padre Juan! decían por el pasillo de
la cocina. Y yo hundía mis dedos en la masa, en la harina y elaboraba las más
caprichosas y dulces formas del amor. Lloraba y enriquecía la levadura.
Tenía
pensamientos confusos, como un río de pecado arrastrando las maderas de las
iglesias, los retablos, los púlpitos. Caían los ángeles de sus cúpulas y se
desprendían grandes trozos de cornisa del coro.
Hacíamos fila y paseábamos con él. A veces hacíamos
pecado fórum, en un círculo, denudábamos nuestra alma y descargábamos el peso
de la existencia, cautiva y ardiente.
Un día no vino más. Se lo llevaron para realizar un
curso de readoctrinamiento, en Roma. Apenas podíamos comer, paseábamos por los
lugares donde fuimos felices, al menos una vez a la semana, una vez en la vida.
Las monjas mayores sonreían y nos decían que ellas
ya habían pasado por eso.
Me fui en su busca. No volveré.
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